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SALONES, CLUBES Y CAFÉS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA (1)

P. Alfredo Sáenz
El proselitismo de los "filósofos", apóstoles del nuevo evangelio, fue muy inteligentemente tramado. Los "salones" eran sus puntos de encuentro predilectos, sobre todo si se trataba de nobles que adheridos a la "filosofía". No en vano observaba Taine que "el gran talento de la nobleza consistía sólo en savoir vivre y su ocupación en recibir y ser recibidos". Ello respondía muy particularmente a la afición de los franceses, según lo señala el mismo autor: "El francés tiene nativa inclinación a la sociedad, sigue sus exigencias fácilmente y sin molestia. Charla a su placer, y el charlar le divierte [...]. Este charlar es más fino y agradable en los salones." En su incisivo estilo afirmaba Voltaire: "Los dioses sólo instituyeron a los reyes para que diariamente dieran fiestas. El hombre sólo ha nacido para la alegría, y entre las necesidades de la vida pertenece el primer lugar a lo superfluo."
Ya el siglo XVII había conocido los salones literarios, pero en aquella época la corte polarizaba todas las actividades de este tipo. Ahora los salones adquirieron mayor importancia, y el rey no fungía como de protector de las letras. EI lugar de la consagración literaria no era ya la corte sino el salón. Sin embargo, como en Ia práctica las autoridades vigilaban la imprenta y ponían a veces su veto a los escritores que minaban la religión y el régimen social o político, los "filósofos,' entendieron que debían recurrir a ese otro método de infiltrarse e influir, más sutil, fino y elegante, al menos en la alta sociedad: los salones. En dichos locales se daba cita la flor y nata de la sociedad parisina, los personajes distinguidos de la corte, incluidas las damas más elegantes, los filósofos, poetas o científicos de mayor fama, y "aquellos abates dieciochescos de peluca empolvada, frases felices, espíritu escéptico y costumbres aseglaradas", al decir del padre García Villoslada, en fin, todos aquellos que estaban "a la page", espíritus fuertes que veían con simpatía y preparaban así la gran Revolución. Allí se divulgaban, entre sonrisas sobradoras, las ideas más avanzadas, que la censura oficial no permitía publicar en los libros. Allí se hacia la crítica, con inconsciente frivolidad, de todo lo tradicional, la religión, la moral, la autoridad.
Los que integraban dichos grupos se divertían despreocupadamente, "cerrando las ventanas para no oir el trueno de la tempestad que se acercaba", según agrega el historiador español. Ser presentado en uno de esos salones era el modo más seguro para ser recibido en la sociedad de los "filósofos". Montesquieu, por ejemplo, empezó su carrera triunfal en el salón de madame Lambert; d'Alernbert en el de madame Deffand, etc.
La personalidad del que hospedaba -o de la que hospedaba- era lo que confería su valor al salón. Los encuentros tenían lugar en días prefijados. La señora tal recibía los martes y miércoles, la señora cual el sábado. Una sólo ofrecía conversación, otra servia a veces el té o incluso grandes comidas de más de cien cubiertos. El salón era, ante todo, un lugar de solaz. Con frecuencia los intelectuales sufren de soledad; allí la compañía de personas cultas los serenaba y estimulaba. Allí eran halagados y alentados. Allí encontraban un lugar donde les era posible hablar de lo que más les interesaba: sus propias obras. Más aún, podían leer algunos de sus párrafos en alta voz. Sobre todo el satón les procuraba el placer exquisito de la conversación, el gusto de ser escuchado, de preguntar y de res ponder; eran como teatros domésticos donde cada cual representaba a la vez el papel de actor y de espectador.
Se comprende que esta especie de "institución" se mostrase especialmente apta para convertirse finalmente en el marco más apropiado de las nuevas ideas. "Se reunían así - escribe Barruel- con el tetón de fondo de una música melodiosa. Los más ricos proveían el gasto de la orquesta, de los refrescos y de todos los placeres que ellos creían ser el único objeto de su reunión; pero mientras estos señores, con sus mujeres respectivas, danzaban o cantaban en la sala común las dulzuras de su igualdad y de su libertad, ignoraban que por encima de ellos había un comité secreto. donde se preparaba todo para extender esta igualdad en la sociedad".
Los salones de mayor categoría se fueron convirtiendo poco a poco en clubes revolucionarios. Un día esos clubes serían absorbidos por el gran club, que lue la Revolución. Recalquemos que los salones más influyentes eran los reservados a los que Ia Revolución llamaría aristócratas, personajes demasiado importantes para que estuviesen dispuestos a doblar su rodilla ante el altar o respetar el trono. Allí la crítica era permanente, no una crítica circunspecta y seria, sino desenfadada, irónica y divertida, por las agudezas con que se adornaba. Los abusos ciertos, las injusticias reconocidas por todos no recibían peor trato que aquellos principios e instituciones de que habían vivido los siglos pasados. Se llevaba la sociedad tradicional ante el tribunal de la "filosofía". Un personaje de entre los allí presentes, elegido por sus compañeros, un "salvaje" imaginario, que representaba la naturaleza inocente , el beau sauvage de Rousseau, mostraba cuán absurdas, ridículas y perjudiciales eran las cortesía, la cultura tradicional, la religión católica, siempre en nombre de la Razón o de la Madre Natura. Luego se pronunciaba la sentencia. Sus agudas ironías, sus comparaciones despectivas, sus sorpresas afectadas, llegaban a perturbar los espíritus de quienes aún no habían consentido con lo "políticamente correcto", sembrando la duda y la inquietud entre los que hasta entonces creían haber vivido en la verdad, al punto de que algunos de ellos llegaran a considerar como atentados y usurpaciones las normas más usuales, hasta entonces admitidas sin discusión.
Imaginemos la escena. Había comenzado la reunión, brillante y bien regada con bebidas exquisitas y abundantes. La conversación era el principal elemento, pero un conversación sin toques de "filosofía" resultaría tan insípida! Ella ponía su pimienta, su ironía, sus paradojas, sus agudezas, sus audacias, sus impiedades. "No hay, almuerzo o 'comida donde no tenga su lugar", atestigua Taine. Gaxotte nos describe su desarrollo. Los comensales se encuentran ante una mesa delicadamente lujosa, entre mujeres sonrientes y alhajadas, hombres elegantes, corteses y cultos, donde la inteligencia está alerta y el trato es distendido. Desde el segundo plato comienza la charla. ¿Quién se privaría, llegadós los
postres, de poner en solfa las cosas más graves? Hacia el café, se planteaba alguna cuestióñ importante, como la inmortalidad del alma o la exitencia de Dios. Se aprovechaba la ocasión para burlarse sin tapujos de los llamados prejuicios, supersticiones y fanatismos. Allí se reían del pobre Jesucristo, de sus sacerdotes, del pueblo atrasado que veneraba las imágenes. Cuando el vino corría con mayor generosidad se hablaba de cómo sacudir el yugo de la religión, no dejando subsistir de ella sino loque fuese preciso para mantener "la canalla" en
la sumisión a las leyes. Algunos, como d,Alembert, no sentían inclinación por este tipo de reuniones, pero Voltaire les recomendaba que no se privasen de asistir a ellas. Para representarnos mejór aquellas conversaciones tan atrevidas como atractivas y el tono que las impregnaba, bastaría recurrir a los epistolarios, trataditos y diálogos de Diderot o
de Voltaire.